12.5.09

Pobre Leonardo

Hoy maté a Leonardo Gustov. Desde el primer día sabía que su muerte iba a llegar de mi mano sosteniendo un cuchillo. Aunque debo reconocer, mas de una vez el mango del arma fue presa de la gravedad, pues era tal el temblar de mi extremidad asesina, que el agua salada producto de la desesperación empapó el lugar.
Su cara, teñida por uno de los tantos efectos del sol, se encontraba roja como el color que toma el hierro al ser entregado a los ambiciones del fuego. Sus esferas de tono miel se perdían debido que el miedo revolvía el iris y la pupila, débil al no poder hallar luz en ese escenario negro, muy negro.
Pobre Leonardo. Él era culpable pero no lo sabía, no entendía. Preguntaba demasiado mientras lo ahorcaba; en su lugar hubiese intentado golpear a mi adversario y escapar sin destino. Pero no Leonardo, pues reflexionaba mucho y vivía demasiado.
Hoy maté a Leonardo Gustov. Él podría haberlo evitado sino fuese por su extrema sencillez y humildad. Tendría que haber descubierto la ira en mi voz, el odio en mis labios, la crueldad en mi escribir, el aborrecimiento en mis facciones.
¡Ay Leonardo, si tan solo hubieras callado! Hubiese preferido no conocerte y así, mi ropa no estaría humedeciéndose con tu sangre, la cual esconde gotas que recorrieron mi cara y tu rostro, tan rosado, tan rojo como el hierro al ser entregado a los ambiciones del fuego, tan rojo como tu espesa sangre.

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